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Es la hora de que el niño se vaya a dormir. La madre decide que el día de hoy será diferente… Acostará a su hijo de forma tranquila, sin caer en los mismos gritos y retos que tuvo que usar ayer para lograr que se durmiera.
Hace que el niño se meta a la cama y él le pide que por favor le lea un cuento. La mamá accede feliz y se siente contenta porque además de un momento de relajo estará estimulando el lenguaje de su hijo. Hasta aquí todo va bien. Termina la historia y el niño pone su cara más cautivadora y le dice “uno más mamá, por favor”.
La mamá ya está cansada y sabe que aún le esperan varias tareas domésticas, pero prefiere contarle otro cuento que arruinar ese momento que hasta ahora ha sido tan agradable. Lee la segunda historia, él escucha muy atento y al finalizar la mamá apaga la luz, le da un beso de buenas noches y se va del dormitorio. A los cinco minutos se encuentra con el niño levantado y pidiéndole que por favor vaya a acompañarlo un ratito. A estas alturas el nivel de tolerancia de la madre ya es menor. Trata de respirar profundo y le dice en un tono firme que se vaya a acostar.
Él le dice “mamita, solo un minutito”. La mamá es incapaz de decirle que no así es que lo lleva de nuevo a la cama y lo acompaña durante un minuto. Cuando se está yendo, él le dice “no te vayas” y se pone a llorar. La mamá ya bastante desesperada le dice que le prestará su teléfono para que juegue un ratito antes de dormirse, esperando poder así terminar de lavar la loza y ordenar la casa. El niño se queda jugando un rato, pero vuelve a aparecer en la cocina diciendo que tiene hambre…
A esas alturas la mamá ya no puede más y comienzan los gritos “¡Cuántas veces te he dicho que te quedes dormido! ¡Anda a acostarte inmediatamente, me tienes agotada, todas las noches el mismo problema! ¡Ya hiciste que se me acabara la paciencia! ¡Mañana te quedas todo el día sin televisión porque esto ya no lo resisto!”. El niño se va a acostar llorando y la mamá se queda en la cocina con una frustración enorme por no haber sido capaz de mantener la calma y una sensación de culpa que la consume. Espera unos minutos y va a ver al niño a quien le dice “Mi niño, si yo te quiero tanto… te voy a acompañar hasta que te duermas”.
Este caso refleja un escenario que es cada vez más frecuente de observar. Sylvia Langford, reconocida psicóloga británica, explica este proceso como un círculo vicioso en el que muchos padres nos vemos atrapados y que se relaciona con la forma en que somos figuras de autoridad.
Ella señala que existen tres estilo de parentalidad: el estilo “permisivo y buena onda” (queremos ser amigos de los hijos, no queremos decirles que no, por lo tanto vivimos negociando con ellos). El estilo “sobreprotector o asistencialista” (no queremos que el niño se frustre o sufra por lo que nos anticipamos y resolvemos todos sus problemas y hacemos todo por ellos) y el estilo “autoritario o tirano” (imponemos las normas a través de gritos y amenazas).
¿Cómo ocurre este círculo negativo? Partimos siendo amigos o sobreprotectores (la mamá no es capaz de decirle que no frente a la petición de un segundo cuento a pesar de que habían acordado que solo leerían uno. Tampoco es capaz de decirle que no lo acompañará y cuando intenta que se quede solo en su cama debe recurrir al “salvador teléfono”).
Cuando nada de esto parece dar resultado entramos en la desesperación, perdemos la paciencia y nos convertimos en padres tiranos (les gritamos, los amenazamos con castigos que obedecen más a nuestra propia rabia que una consecuencia directa de las acciones). Esto nos lleva a sentir culpa, reconocemos que actuamos mal y en un intento por compensar el error volvemos a la ley de la buena onda (la mamá le va a decir al niño después de haberle gritado y termina quedándose con él). Todo esto confunde mucho al niño y lo deja desorientado y sin una guía clara.
Langford plantea que gran parte de los problemas que viven hoy en día los niños se deben a que como adultos no hemos sabido ser buenos guías, y ser guía para ellos debe ser nuestro rol como padres. ¿Qué es un buen guía?
Si logramos romper este círculo vicioso en el que oscilamos desde el extremo de la permisividad o sobreprotección al polo de la tiranía, y nos situamos en un punto de equilibrio, que supone ser claros y firmes, pero a la vez conectados con las necesidades y procesos que está viviendo el niño, vamos a favorecer la sensación de que creemos en ellos, en sus capacidades y que por eso les exigimos y los dejamos resolver sus problemas por sus propios medios.