Cuando se acercaba la noche y tras darle de comer, Silvia acompañaba a su hijo a la cama. Ahí le arropaba y cobijaba, esperando que cayera en sueño. Algunos días le cantaba al oído. Le tarareaba melodías tiernas y suaves, ilusionada de que estas fueran capaces de llegar a lo más profundo de su alma y recordarle, ya en la adultez, todo lo que su madre lo había querido.

Él nunca supo de dónde venían esas melodías que invadían su mente cada vez que ésta se ponía en blanco, y su madre ya no estaba en este mundo para recordárselo.

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